Pues aquí seguimos, de nuevo delante de la pantalla que nos convoca
por lo menos una vez al día para ver una de las tantas propuestas que
ofrece el abanico del Atlántida. Quien se proponga verlas todas no puede descuidarse porque dispone de un solo mes para ver 37 películas,
lo que supone obviamente más de una por día, así que ahí estoy yo
intentando seguir el ritmo. Sin embargo, por mucho que lo intento se me
están acumulando los títulos y eso me arrastrará, seguro, a un loco tour
fílmico o a prescindir de algunas películas, por mucho que me duela.
Sea como sea, por el momento sigo al pie del cañón tragando cine con
vicio y deleite, engordando de imágenes e historias mis trasnochados
sentidos y ordenándolo todo aquí, de forma casi terapéutica, en un fin procesal necesario que perfectamente podría cualificarse de deposición textual.
Al lío. Hablemos de la Sección Oficial, que vuelve a la principal
temática del festival –esta nuestra generación perdida– con un par de
relatos de jovenzuelos errantes. El primero es Stealing Summers,
una aproximación bonaerense de lo más simple –fiesta, Quilmes y River
versus Boca– protagonizada por un trío molón a más no poder, con los
bellos retoños de un tal Auster y un tal Jagger merodeando por las
noches de la capital argentina. Beben, bailan, tienen sexo y
planean entre actos un golpe perfecto que les financiará su viaje a las
Europas, el eterno jubileo y el verano perenne. No obstante,
todo el mundo sabe que sin follones no hay trama, así que el tema no
acabará de salir como esperan. Tampoco al director, el castellano David Martín Porras, al que un guion llano y unos personajes más bien vacuos le pasan factura, lastrando unas formas muy correctas –buena fotografía de Phil Klucsarits– y un reparto que, más allá de sus opulentos apellidos, funciona bien.
Los protagonistas de La playa D.C. también son jóvenes, pero ni rastro de glamour u ostentosas aspiraciones. Juan Andrés Arango escribe y dirige su primer largometraje hablando de la juventud marginal en Bogotá
con un estilo funcional y realista que se abstiene de singularidades y
centra todo su peso en la trama: familia pobre y desestructurada;
adolescentes perdidos en un océano de cemento, humo y desencanto;
entramados por fuerza dramáticos con discretos bríos de esperanza… La playa D.C. no propone nada que no conozcamos –prácticamente todos los países tienen su postal al respecto, un Bola en España, un Odio en Francia, una Cristina F en Alemania, un Boleto al paraíso en Cuba, un Tsotsi
en Sudáfrica, etc.– pero no por eso es desechable otra incursión en los
barrios bajos y la desdicha púber. Colombia es el escenario en esta
ocasión, y el protagonista un chico que no llega a veinteañero que se ve obligado a cuidar de su alegre pero díscolo hermano menor.
Su actitud voluntariosa es insuficiente, y se va viendo arrastrado,
poco a poco, por una corriente de aguas turbias y viciadas de las cuales
es cada vez más complicado salir. Se agradece, ante tal premisa, la
mirada serena de Arango, que no deja que la gratuidad o la imaginería
escabrosa se apoderen de su film, como tampoco la excesiva dramaturgia o
las trampas lacrimógenas. La playa D.C. es tristeza sosegada, una mirada combativa pero calma a las eternas injusticias sociales.
Seguimos sin movernos de la Sección Oficial para hablar de dos documentales que, de nuevo, representan los dos polos del Atlántida. Uno es Falsos horizontes,
documental sobre el movimiento ‘indignado’ que desaprovecha una
oportunidad flagrante de convertirse en el reflejo audiovisual de los
sucesos de 2011. Su director, Carlos Serrano Azcona,
focaliza el retrato en un sector tan reducido del movimiento 15M que
pareciera algo insignificante, la utópica intención de cuatro amantes
del camping de desenmascarar ante los inocentes ojos de la sociedad todo
tipo de conspiraciones ultrasecretas. Es inaudito cómo un documental
que habla del movimiento colectivo más contundente, interesante y
diverso en muchos años ignora y obvia esa misma colectividad,
centrándose en escasas elucubraciones de algunos jóvenes acampados –esta
es una, todos los entrevistados son jóvenes, y todos menos una son
hombres– que en ocasiones son interesantes y fundamentadas y en
ocasiones son como mínimo insustanciales, cuando no responden a un noble
sentido bovino que los arrastra irremediablemente a la conspiranoia más
trillada. No obstante, esta dualidad no tendría que ser ningún
problema; al fin y al cabo eso sí que representa la diversidad social,
si no fuera por el desconcertante bombo que Azcona le da a teorías que,
ciertas o no, están lejos del epicentro del movimiento. Y es que Falsos horizontes se rige por la arbitrariedad formal y discursiva, palabras sueltas que no trenzan ningún alegato propio ni plantean disyuntivas,
tampoco resucitan la emoción de esos días, ni la ilusión, ni la
relativa frustración de su fin. Es en definitiva un testimonio apocado e
inane de algo grande, mucho mayor de lo que muestra.
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