[Publicado en TuPeli (03/2013)]
Empezó de nuevo el Atlántida Film Fest y yo me encuentro lejos de Barcelona, lejos de España y lejos en definitiva, pero ahí estaba el día veintidós, disfrutando del film inaugural de la tercera edición de este singular evento cinematográfico.
El nuevo concepto de festival que proponen Filmin y otras plataformas
online tiene entre sus principales bondades esa posibilidad, la absoluta
flexibilidad de lugar y horario que democratiza el alcance de sus
propuestas e incentiva su difusión y consumo. Su liberada exposición
tanto en el aspecto espacio temporal como también en la variedad de
dispositivos de retransmisión, además de un precio más que asequible,
hacen del Atlántida Film Fest una experiencia cinematográfica sólida en su campo, que pretende, además, convertirse en un pilar básico de la nueva exhibición de cine.
Tendría que ir quedando claro, a estas alturas, lo inconcebible de que
la industria del séptimo arte –cualquier gran industria, de hecho– no
case con el mayor medio de difusión de la historia. Que cine e Internet
devengan plenamente compatibles no es una opción, es casi una cuestión
del destino, así es que cuanto antes ocurra mejor será para ambos. Filmin, como Filmotech
u otras plataformas en España, se abren camino en esa dirección
promoviendo la difusión cinematográfica por la red con catálogos amplios
e iniciativas diversas, como es el Atlántida o el Iber Film América,
respectivamente, que se suman a otros eventos similares como Festival
Márgenes, o el My French Film Festival.
Y con eso, aquí me encuentro yo, asistiendo al que ahora mismo es el
mayor festival de la red viendo pelis en cualquier sitio y a cualquier
hora sin hacer colas, sin agendas imposibles, sin bocadillos de
intermedio ni funciones solapadas. Tampoco hay pantallas grandes, sonido
surround o debates post-proyección, pero es que a fin de cuentas este
no es un festival al uso.
El
caso es que el Atlántida empezaba el viernes veintidós de marzo con una
potente programación que insistía, como remarcaban los organizadores,
en el tema que ya había ocupado la segunda edición: la llamada the lost generation –otra más– que el año pasado trataban de representar films como la evidente aunque discutible Terrados (Demian Sabini, 2011), Camas deshechas (Alexis Dos Santos, 2009) o Dragonslayer (Tristan Patterson, 2011), y que este año toma el relevo con lo nuevo de Gondry, The We and the I, Falsos horizontes (Carlos Serrano Azcona, 2013) o Boy Eating The Bird’s Food (Ektoras Lygizos, 2012), entre muchas otras. Era precisamente el último film de Gondry el encargado de abrir la Sección Atlas
del festival, dedicada a cine internacional, y lo hacía infiltrándose
en un bus escolar lleno de adolescentes neoyorquinos a los que da la
palabra, en un formato cuasi documental que contrasta por su austeridad
con lo anterior del director francés, la criticadísima The Green Hornet (2011). The We and The I es una cura de humildad,
un reverso al opulento cine hollywoodiense que procura realismo y
verosimilitud en su texto e imágenes, alejándose no sólo de los
alucinados guiones de superproducción sino también del habitual
esteticismo gondryniano; nada de artesanías naif, nada de decorados
artificiosos y nada de cucadas tan propias del realizador; únicamente
por algunos trazos en el montaje se adivina su mano, y se agradece. El resultado es un notable retrato de juventud en el Bronx de diálogos dinámicos y vocación naturalista
que toma un autobús como marco único dejando fluir el temperamento de
sus protagonistas. La cámara inquieta, moderna, y juguetona con formatos
móviles se camufla a la perfección en la selva de hormonas que
describe, resiguiendo un cabal emocional que va de menos a más al son
del bus y sus paradas. La road movie urbana de Gondry aprovecha, precisamente, los bus stops para ir descargando la historia de secundarios, otorgando una progresiva concreción e intensidad a la trama y concluyendo con un mensaje tierno, lejos de la regodeada desesperanza que mostraban Clark y Korine en un contexto similar con Kids (1995).
Tampoco se sale de la temática la película andaluza Ali, ópera prima de Paco R. Baños
que forma parte de la Sección Oficial –la primera de la sección que
tuve oportunidad de ver– y que se centra en la vida de Alicia, una chica
que no llega a veinteañera que trabaja en un supermercado. Baños opta
por esquivar un contexto social demasiado evidente; su película no es un
retrato más de las penurias de la crisis, ni otra llamada de emergencia
de este país que se hunde, sino una humilde aproximación a un universo
personal y extraño. Se podría decir que Ali es una suerte de Amélie ibérica, algo más punk y con menos tablas pero igualmente singular.
Del mismo modo se percibe en lo formal la influencia de la obra de
Jeunet: el detallismo de sus personajes, los paréntesis descriptivos y
una fotografía que con toda intención remite al pasado más que al
presente corroboran el influjo del director galo, así como del indie
británico y norteamericano. Pese a eso, el film de Baños tiene interés e
identidad propia, y su protagonista, Nadia de Santiago, interpreta con
excelencia un papel tan complejo como agradecido.
Lo mismo pasa con L’Âge atomique,
otra ópera prima que con un lirismo más pretendido que logrado relata
las vicisitudes de la mocedad francesa, centrando su trama en la otra noche parisina, la de los perdedores y los perdidos que recorren la ciudad buscando un refugio que no acaban de encontrar. Dirige el film Héléna Koltz, hija del realizador Nicolas Koltz
y hermana del compositor cinematográfico Ulysse Koltz, y a propósito de
eso se puede adivinar, a primera vista, cierta sapiencia
cinematográfica; tanto el tratamiento de la luz como del sonido se
desmarcan de lo habitual en favor de un clima envolvente e incómodo que
unifica una trama de por sí dispersa. L’Âge atomique es un
interesante punto de partida, pero requiere quizás de un leitmotiv con
el que no cuenta, y eso desconcierta al espectador, que si no capta ese
supuesto lirismo suyo cae en el pozo del desinterés. Dos
jóvenes de sexualidad ambigua, de estatus social ambiguo y de ambiguas
intenciones se enzarzan en pequeñas odiseas parisinas que nunca acaban
de cuajar ni en su carga dramática ni en las incertidumbres
existenciales que, como va siendo costumbre ver en el cine desde
aquellos cuatrocientos golpes, plantea la temprana juventud. Se agradece en todo caso su escueto metraje, que nunca llega a cansar,
y algunos momentos de notable cine, especialmente al final, así como el
atrevimiento de la directora en el apartado técnico-artístico.
Y de la Sección Atlas, que suma en esta tercera edición veinte films
internacionales, volvíamos de nuevo a la Oficial –diecisiete películas
españolas y latinoamericanas– para ver la otra obra inaugural. Si el año
pasado fue Lanthimos con su Alps (2011), este año eran dos los
films encargados de dar el disparo de salida del Atlántida; uno era el
de Gondry y el otro era lo nuevo del excéntrico mexicano Carlos Reygadas, un agitador profesional. Su última propuesta, Post tenebras lux,
sigue la estela de sus anteriores obras, acrecentando acaso su
vertiente abstracta. El realizador apuesta por un cine sensorial de
estructura casi arbitraria que aprovecha más que nunca su innegable
sentido estético para burlar convencionalismos. El problema, sin
embargo, es que el alcance de sus divagaciones es inversamente
proporcional a la unicidad del conjunto, que transcurre despedazado en
escenas de desigual interés. La anarquía de Reygadas, las
malévolas sensaciones que recorren todo el metraje o el hecho de que él y
su familia sean los protagonistas juegan en su favor en tanto que
evocación, pero el resultado naufraga. Uno puede percibir en su
transcurso ciertas referencias a la Divina comedia; un oculto infierno
cotidiano, un paraíso que no es, un extrañísimo purgatorio sexual…
Insuficiente o demasiado, lo cierto es que sus ciento veinte minutos no son ni llevaderos ni beneficiosos para la atención del espectador, que se diluye poco a poco en su intento de congeniar con el embrollo audiovisual de Reygadas.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada