
[Publicado en TuPeli (04/2013)]
Empiezo esta
segunda parte de las crónicas anonadado, para bien y para mal, por dos films más de la Sección Oficial. En mi primer escrito acababa con un
Post tenebras lux
que, pese a su obsesiva singularidad, me dejó frío, incapaz de apreciar
el mensaje –complejísimo, presumo– que Reygadas pretendía transmitir
con su film, que por cierto ganó el Premio a Mejor Director en Cannes y
que se presentaba en el Atlántida con un nuevo e inédito montaje. Pues
bien, ahí van
dos nuevas obras que sí me tocaron la fibra. Una por entrañable –digámoslo así– y otra por extraordinaria. Hablo de
Recoletos arriba y abajo y
Otel·lo, respectivamente, y el abismo que las separa a ambas.
Ninguna de las dos tolera aguas tibias ni tonos grisáceos; pasa aquello tan tópico de
odiarlas o amarlas, aunque estén a años luz.
Recoletos arriba y abajo, del indomable
Pablo Llorca,
empieza con un episodio que nos lleva a pensar en un drama familiar de
cornudas y cornados, con hijos de por medio esquivando el jaleo y
amantes inconformes con su situación. Nada brilla por original pero es
premisa al fin y al cabo, y de todo puede pasar. Efectivamente,
la trama se enreda, se vuelve impredecible y poco a poco se deshilacha,
tomando no una, sino varias derivas, como el que nunca le dice que no a
otro trago. Llorca quiere hablar de una familia que se desmorona y
también de la transición española, quiere hablar de mafiosillos de andar
por casa y de embrollos empresariales, quiere viajar a Londres y
esquiar en los Alpes… Pero todo queda en cine de barrio de serie B, un
Aquí no hay quien viva
simpático e inocuo con el que uno sólo puede sonreír, dejarse llevar y
asumir que el guion no esconde nada, que es diáfano e inocente y que lo
que cuenta es nada más que cierto costumbrismo ibérico retratado por
unos esforzados actores que intentan reconducirlo todo con más afán que
logro.
Recoletos arriba y abajo es, en definitiva, cine pequeño y amigable, pariente blanquecino del arte de Jesús Franco que cuenta lo que quiere contar y se lo lleva el viento, sin más.

Pasa todo lo contrario con
Otel·lo,
una ópera prima más que respira valentía y desparpajo y mira a los ojos
a dos producciones veteranas que este año osaron, también, adaptar a
Shakespeare, cada una a su manera. Primero fueron los hermanos Taviani con la excelente
César debe morir, documental preciosista que demuestra la madurez artística de los realizadores italianos, y luego
Coriolanus,
curiosa y alocada primera incursión en dirección del actor Ralph
Fiennes que transita irregularmente entre la fábula romana y la
actualidad, en un intento quizás fallido de aproximar el texto original a
lo coetáneo y que, no obstante, cuenta con un poderoso elenco y puesta
en escena. Así, el tercero en discordia es esta obra supuestamente
menor, cine de bajo presupuesto hecho por jóvenes de la ESCAC que
escarba de nuevo en la tragedia shakesperiana, empezando como un llano
ejercicio de metacine para acabar con un portentoso clímax. El director,
Hammudi Al-Rahmoun, arranca desde el formato documental: imágenes de un casting con actores principiantes, retransmisión de un
making of
que certifica un equipo novicio y un primer tanteo interesante en tanto
que documento sobre viajes iniciáticos por las entrañas del séptimo
arte. Al-Rahmoun juega con la inocencia cinematográfica y la escasez de
recursos haciéndolas suyas, elementos expresos y activos en una
narración pegadiza que sube de tono con calculada progresión; los
tempos, que parecieran a priori fortuitos, son en realidad elementos
conscientemente colocados en pro de una dramaturgia que va tiñendo esa
realidad presuntamente documental. El director consigue aquí lo que
pretendía con tanto bombo y platillo el malote serbio Srdjan Spajosevic
con
A Serbian Film (2010):
hablar de los límites artísticos del cine, hasta qué punto se pueden
transgredir valores en favor del arte, con los actores como conductores
de las obsesiones del creador. Al-Rahmoun traza
una línea cada vez más fina y ambigua entre la realidad y la ficción de Shakespeare,
y esa paulatina aproximación es también la fuente de angustia que
resucita la tragedia trasladándola, ahora sí, a nuestros días, con un
magistral punto y final que reconcilia la idealización shakesperiana con
la más reciente actualidad dejando al respetable con un nudo en la
garganta.
Excelente primera incursión del director y
también de unos actores –mención especial para Ann M. Perelló– que
transitan con asombrosa desenvoltura por el juego dual que Otel·lo
propone.

A pesar de todo el festival sigue y hay muchas otras películas por ver, especialmente en una
Sección Atlas en la que no sólo cabe el cine de autor –
las ya comentadas L’Âge atomique, o The We and The I– sino que también hay espacio para propuestas de corte más convencional, algo para nada peyorativo
. Cintas como All Good Things, de Andrew Jarecki o A Somewhat Gentle Man, de Hans Petter Moland, acuden al Atlántida como contrapunto, buen cine de fácil acceso que ameniza un festival propenso a lo experimental, y su presencia se agradece.
All Good Things trae, además, dos caras bien conocidas que son a su vez los pilares del film.
Kristen Dunst y Ryan Gosling protagonizan una trama basada en el caso real de los Marks,
poderosos terratenientes que no acaban de atinar con las relaciones
familiares, de pareja y paternofiliales. La película de Andrew Jarecki,
que en 2003 dirigía el aclamado documental
Capturing the Friedmans,
prosigue el trabajo de campo iniciado en el primer film, retratando de
nuevo las patologías de familia que llevan a una dinámica potencialmente
violenta, sin que el estatus social o los estándares económicos tengan
un papel determinante. Jarecki aprovecha las extraordinarias actuaciones
protagonistas para crear una atmósfera asfixiante que va derivando,
poco a poco, hacia ribas
fincherianas; la relativa
incertidumbre e intriga que plantea y la naturalidad con la que relata
el horror, sumada a un notable dominio técnico, recuerdan mucho a
Zodiac
(2007) y su sosegada crudeza, aunque quizás por su limbo entre lo
estrictamente documental y el film de intrigas y psicópatas al uso no
llega al nivel de la obra de David Fincher.
Algo así podría reprochársele también al último trabajo del realizador noruego Hans Petter Moland, cuya
A Somewhat Gentle Man pretende una mezcolanza entre el
noir
escandinavo, el drama social y la comedia de posado serio. Es posible
que Moland y su guionista, Kim Fupz Aakeson, ambicionen demasiado,
quedando como resultado un híbrido de buenas ideas insuficientemente
redondeadas, pero sea como sea su film es entretenido e inteligente, y
sin ser redondo lo cierto es que vale la pena entregarse a su humor seco
y su humanismo de barrio bajo, optimista al fin y al cabo y aupado,
además, por la buena actuación del recio de Stellan Skarsgård.
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