
Después de un agradecido día de descanso volvía a Sitges tempranísimo por la mañana para presenciar la ópera prima de Cronenberg Júnior, Antiviral, que recoge el testimonio del horror alucinado del bueno de su padre David para relatar una distopía en la que los famosos son semidioses y sus enfermedades bendiciones. La película de Brandon Cronenberg quiere llevar al extremo la figura del ídolo con una trama en la que describe a una sociedad dividida entre el famoseo y un fenómeno fan global que engulle celebridades, literalmente, y aspira a contagiarse con sus mismos virus. Entre las virtudes de este desquiciado vaticinio están también sus principales defectos; parte de una premisa interesante pero en ningún caso factible, y aun así tiene el atrevimiento de tomarse a sí misma en serio. Eso invita al espectador a congeniar con su peculiar planteamiento, pero impide a la vez que se la pueda considerar una advertencia de un posible futuro o una crítica extrapolable a la actualidad. Sí bebe de ella pero se va de madre en sus tesis futuristas, siendo Antiviral una película estimable por lunática más que por congruente. Estéticamente, eso sí, es indiscutible. Cronenberg suple con ingenio sus limitaciones de presupuesto con una estética blanquecina, pálida y enfermiza, tan sólo manchada por el rojo oscuro de la sangre, que encaja a la perfección con la historia. Cabe mencionar también la labor del protagonista, el desconocido Caleb Landry Jones, que realiza una compleja y estupenda actuación.
Disfrutaba el film del pequeño Cronenberg de una buena ovación por parte del público mientras yo empezaba mi migración diaria hacia salas más cálidas –o en su defecto, más chicas– para ver la germana The Wall, película que me llamaba mucho la atención pero que después de leer algunas reseñas ésta había caído considerablemente. La película que dirige el debutante Julian Roman Polsler –basándose en una novela de Marlen Haushofer– cuenta una historia surrealista y kafkiana sobre una mujer que, de un día para el otro, se encuentra aprisionada en medio de la montaña por unas paredes invisibles que le impiden volver a la “civilización”. Su compañía, un perro, un gato y una vaca que harán su existencia menos sufrida, pero para siempre alejada de la humanidad. The Wall es el clásico caso de película suflé, que empieza de forma brillante, apasionando y copando expectativas para poco a poco deshincharse y perder su interés. La de Polser es una fábula llena de simbolismos, un estudio del aislamiento y la angustia que aprovecha el entorno natural y salvaje, la escala inhumana y la absoluta soledad de la alta montaña para desarrollarse, pero llega el punto que su excesiva literalidad, su fidelidad textual con la novela original, pesa en exceso. Pierde su sensorialidad para embolicarse con monólogos interiores innecesarios que en su pretensión de profundidad despistan al espectador, alejándose de su excelente idea inicial. Más allá del argumento, la película cuenta con una perfecta fotografía y sonido, muy a lo Anticristo (Lars von Trier, 2009), que salva el conjunto de ser puro escrito.
Menos interés tenía la china Mistery, melodrama hecho thriller de un amor a tres bandas, dirigido por Lou Ye, que a pesar de su enérgico estilo no consigue levantar el vuelo ni la curiosidad del espectador, quien a la media hora de película puede adivinar el desenlace de esta actualizada tragedia griega. Muy buenas actuaciones, eso sí, del trío protagonista; Hao Lei, Qin Hao y Qi Xi.

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