8 d’abr. 2013

Crítica a Django desencadenado

[Publicada a Tu peli (01/2013)]

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Django desencadenado deja claro, desde el primer minuto, que Quentin Tarantino ya no es ese chaval atrevido y espontáneo que deslumbró con su cine pop en los noventa, sino una figura consolidada, alguien por todos conocido que ya no cuenta con esa importante baza que es el efecto sorpresa. Sus trazos, su humor, su alma B, su dinamismo y su gamberrismo cinematográfico son sabidos por los espectadores, que sólo esperan que siga la fiesta, entregados a sus dotes. Y es que para su suerte, el director norteamericano no necesita de la sorpresa para conectar con el público; su cine tiene suficiente calidad como para no resentirse de ello y seguir una saga triunfal de films que insisten en un altísimo listón que de momento no baja, discutible tan sólo por las percepciones subjetivas que rebaten ciertos guiones, ciertos tics tarantinísimos. Así, el nuevo film del malote de Tennessee no escatima en ninguno de los ingredientes de su receta mágica, que empieza, cómo no, por unos protagonistas carismáticos hasta decir basta encarnados por un Jamie Foxx de lo más sexi y un Christoph Waltz que huele a fetiche desde su periplo nazi. A ellos se le suma un finísimo DiCaprio, canela fina interpretativa, y todo lo demás: aspersores de hemoglobina, humor frívolo y chistes tontorrones, referencias a Leone y demás figuras del otro cine, acción a punta pala y música maestro; cine de calidad tan disimuladamente pretencioso como terrenal, accesible para –casi– todo el mundo.

Respecto al argumento, Django desencadenado no es nada nuevo, enésimo caballero al rescate de su amada que se encontrará, por el camino, con una legión de blancos a los que disparar en nombre de la justicia racial. A diferencia de otros films del director, aquí no es tanto lo que cuenta como el cómo lo hace, otorgando más peso, si cabe, a las distintas personalidades de la historia y relegando el transcurso de ésta a sus expeditivos pareceres. El magnético guion firmado por el mismo Tarantino no decae ni desmerece el colosal ejercicio de sus protagonistas, como sí pasaba en alguno de los precedentes, en el que se ponía a prueba la paciencia del espectador con un batiburrillo de continuas futilezas, léase Reservoir Dogs (1992) o las adorables chiquillas de Death Proof (2007). Con Django, Tarantino parece encontrar un equilibrio al que no llegaba quizás desde Pulp Fiction (1994), diálogos y elucubraciones concisas y justa heterogenia de estados de ánimo; humor a baja voz y media sonrisa, sobreexcitación post-sangría, drama histórico y jubiloso sosiego, todo a su tiempo y sazonado al hip-hop o al spaghetti folk y dejándose querer por el acento italiano y los arenosos escenarios almerienses, al servicio del feliz narcisismo del director.

Poco hay que objetar, con todo, de esta orgía cinéfila que nos ofrece Tarantino, que aunque repita fórmulas y redunde en estructura y planteamiento, saca una vez más a ese enano que se lo pasa bomba que todos tenemos dentro. ¿Su secreto? Dirige como si estuviera él en la butaca, disfrutando como el que más de su propio cine y continuas referencias, y lo transmite tan bien como el músico que se muere de gusto cada vez que sube a tocar al escenario. Y es que pareciera que vuela por la sala, cada vez que se proyecta una QuentinTarantino’s, el alma de un empleado de videoclub freak con tanto tiempo libre como material en sus manos que contagia al respetable de su entusiasmo cual Sandman adormece al personal. Esto es; cine-gozo.

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